Nuestros orgullos 2020
“El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños”.
Eleanor Roosevelt
Seguimos teniendo muchos retos y sueños por alcanzar. Eso nos motiva a seguir construyendo el futuro porque en Comfama sabemos que siempre habrá uno o más caminos que se abren ante los asuntos más complejos.


Fomentaremos en nuestros usuarios hábitos saludables que redunden en el cuidado, el disfrute y el progreso, con una oferta renovada que brinde experiencias transformadoras.




Transformaremos a Comfama para que todos sus servicios puedan prestarse desde el mundo digital. Nuestros ecosistemas e iniciativas educativas, culturales; financieras, de empleo y emprendimiento, ya empezaron a posicionarse.




Todas nuestras acciones
se articulan con nuestro
propósito superior
¡Gracias! A los empleadores, a los trabajadores afiliados, a nuestra aliada en salud, EPS SURA, a nuestros proveedores y a cientos de miles de personas que creen en nosotros. Su confianza y cariño nos permiten crear cada año más posibilidades para Antioquia y para Colombia.
¡Gracias por la confianza
y la oportunidad de servir!


“Libertad es comprender las leyes de la naturaleza y vivir de acuerdo con ellas”.
Martín von Hildebrand
La naturaleza no es un conjunto de objetos, sino una comunión de sujetos. En Comfama entendemos que los seres humanos tenemos una dimensión espiritual con ella, que el medio ambiente y nosotros somos uno solo, en comunidad con el entorno. El bienestar no está entonces en acumular, está en el cuidado, el disfrute y la conexión con la naturaleza, porque allí hallamos balance y armonía.

El caño se iba estrechando, las copas de los árboles se tocaban dando la sensación de una iglesia gótica. Ya estaba oscureciendo. Estábamos en la mitad de la selva amazónica.
Nos dirigimos a la orilla para hacer un cambuche y pasar la noche. Llevábamos dos días subiendo el caño Ti. Era junio de 1972. Buscaba a los tanimuka, una tribu desconocida para el mundo antropológico. Una semana atrás había llegado a Mitú, en el Vaupés. Allí, con la ayuda de Ramón Barreto, un miembro de la etnia tatuyo, conseguí una canoa y emprendimos el viaje. Pensé que nos tomaría un par de meses, fueron seis.
Orillamos la canoa en una apertura de la selva, un sitio a donde a veces llegaban los indígenas a pescar. Guindamos las hamacas y prendimos fuego. Ya había oscurecido. Los árboles se veían más altos con la oscuridad y resonaba un coro de ranas e insectos. La selva se despierta al atardecer, los animales salen de cacería hasta la medianoche, luego se retiran a sus madrigueras. Hoy duermo tranquilo en la selva, pero en aquellos primeros viajes, con cada ruido, imaginaba un jaguar, una serpiente o algún espíritu de la naturaleza, como el kurupira.
Subimos por el caño Ti hasta las cabeceras del río Pirá Paraná, donde vive la etnia tatuyo, la comunidad de Ramón, al pie de una gran cachivera llamada Piña, un lugar sagrado. Ramón me explicó que hay muchos sitios sagrados en un territorio, en los que la naturaleza se regenera y está prohibido cazar o pescar. Es un sistema de sitios interconectados, puntos neurálgicos del territorio. Allí corre la energía de la vida, son las puertas por donde el chamán entra en contacto con los espíritus guardianes de la naturaleza por medio de la meditación y el ritual.
Allí me quedé una semana. Fue mi primera experiencia en una maloca, participando en una ceremonia de mambeadero, una forma de meditación colectiva que se practica todas las noches y en la que los indígenas mascan coca y conversan sobre la vida cotidiana, cuentan mitos, se alinean con los espíritus. El padre de Ramón, un gran chamán, accedió a bajar conmigo por el río Pirá hasta el río Apaporis a cambio de mi escopeta. Era un viaje de unas cuatro semanas. En Mitú ya llevábamos dos semanas y yo me sentía cada vez más lejos del mundo al cual pertenezco, el “mundo blanco”, como dicen los indígenas.
A medida que bajaba por el Pirá, la experiencia se volvía más extraordinaria. Veía ese río de aguas rojizas transparentes, esa selva que brillaba después de la lluvia con mil tonos de verde, las palmeras que se estiraban coquetamente por encima del dosel, la arena blanca, los raudales y las caídas de agua, días de sol con un cielo intensamente azul y lluvias torrenciales de cuando en cuando. Pasaba por muchas comunidades de diferentes etnias: eduria, bara, barasano, tuyuka, macuna, entre otras. Todos con lenguas diferentes, ninguna hablaba castellano. Me acogían con amabilidad. Sonrisas, carcajadas, gestos, abrazos, era la única forma para comunicarnos. Poco a poco iba aprendiendo sobre las culturas y la selva. Llegamos finalmente al río Apaporis, donde los tanimuka. Entré a la maloca, me ofrecieron casabe y tucupi. Luego me ofrecieron mambe y me invitaron a sentarme en un banquito.
—¿A qué vino? —me preguntaron.
—A saludarlos y a escuchar cuentos —respondí. —Mmmm… Está bien.

Esa noche, mambeando coca, me contaron los primeros mitos de creación, y yo, como gesto de reciprocidad, les conté mitos griegos. Así, sin saberlo, iniciamos una amistad de intercambio de cuentos e ideas que duraría medio siglo.
A los cinco días participé en mi primera gran ceremonia, el baile de Wera Baja. Benjamín Tanimuka me contó que cuando la energía vital se acumula en la comunidad por un uso excesivo de la naturaleza, celebraban un ritual para devolver el excedente de donde se había sacado, y ofrecerles coca y tabaco a todos los espíritus protectores de la naturaleza con el fin de restablecer el flujo de la energía de vida y, con esto, el bienestar general. Durante el baile, el chamán cura el malestar del mundo devolviendo la energía acumulada e impone restricciones para prevenir el desbalance en la época siguiente.
A las tres semanas decidí seguir mi camino por el río Mirití y el caño Wacayá, donde vivía otro grupo de la misma etnia. No había jóvenes ni adultos ni niños, solo viejos. Me explicaron que la gente estaba en el campamento extrayendo caucho para sus patrones. Los patrones les daban algunas mercancías a los indígenas y estos tenían que pagar con caucho que extraían de los árboles. Estas deudas pasaban de una generación a otra. A un viejo le pregunté por qué estaba allí y me dijo que había “comprado” una máquina de coser de pedal para su mujer.
—Y cuánto tiempo lleva pagándola —le pregunté.
—35 años —me dijo.
Los niños tampoco estaban, porque se los llevaban a la fuerza al internado para cristianizarlos y “civilizarlos”; para adoctrinarlos y hacerlos creer que su cultura y su forma de vida estaba equivocada. Ver cómo los caucheros y los misioneros trataban a los indígenas me indignó, y después de hablar bastante con la comunidad, decidí acompañarlos un par de años para ver cómo podíamos superar esas situaciones. Ese par de años se volvieron 48.
Empezamos a hablar sobre su derecho a la propiedad colectiva de la tierra, sobre una educación que reconociera o respetara su visión del mundo y su forma de vivir con la naturaleza, que se les respetara su gobierno tradicional, su medicina tradicional, su cultura. No fue fácil que entendieran ya que para ellos, por ejemplo, los dueños de la tierra y la selva son los espíritus de la naturaleza, no las personas.
Asumimos este reto y hoy son dueños del 53% de la Amazonía colombiana. Tienen 26 millones de hectáreas de selva bajo su propiedad colectiva, bien conservadas gracias a su visión del mundo. Cuentan con gobiernos o asociaciones de Autoridades Tradicionales, administran en gran medida su educación primaria, su salud, su justicia, mantienen sus lenguas, sus creencias espirituales, sus rituales, sus sistemas alimentarios y la administración de la selva en armonía con los espíritus de la naturaleza.
Al recordar mi historia con los indígenas en la selva y lo que aprendí de ellos acerca de la existencia, al escribir estas palabras, pienso en la posibilidad de crear un modelo de desarrollo a partir de una visión, una ética, una forma de ser diferente a la plasmada en nuestra economía. En las manos de todos nosotros está la oportunidad de escoger cuáles principios queremos que rijan nuestro mundo:

Espacios para respirar
y disfrutar de la belleza
de la naturaleza
Pulmones verdes, así son nuestros parques recreativos y urbanos.